Olga del Carmen Ojeda Muñoz (1936-2024): «Su carita de muñeza y mirada triste»

El siguiente texto lo escribí a modo de reseña histórica de mi abuela materna, Olga Ojeda, para su funeral, realizado el sábado 2 de marzo de 2024 en la capilla Biobío de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días en Hualpén y fue leído por mi prima Lisette Torrealba Castro. Parte importante de este relato se basa en las 21 páginas de la incompleta autobiografía de mi abuelo, José Camilo Torralba Quezada.

La historia de Olga del Carmen Ojeda Muñoz comenzó mucho antes del día de su nacimiento el 21 de mayo de 1936. Su historia parte en sus raíces, de las cuales no sabemos mucho más atrás que desde principios del siglo XIX, cuando las familias Beltrán, Figueroa, Machuca, Merino, Muñoz, Ojeda, Padilla y Quilodrán comenzaron a establecerse en un valle rodeado por esteros que fluyen al río Claro, el pueblo de Yumbel. No fue sino 100 años después cuando, debido a las mejores posibilidades laborales en el puerto, un joven descendiente de estas familias, Julio Alberto Ojeda Padilla, llegó a Penco, donde estableció su propia familia. Eso fue por línea paterna. Por el lado de su madre, María Luisa Muñoz Mena, es probable que algunos de sus bisabuelos hayan venido desde la zona de Cobquecura o la Provincia de Arauco.

En Penco, la familia de Julio Alberto y María Luisa creció poco a poco, hasta que un día de las Glorias Navales, teniendo 42 y 39 años respectivamente, nació la última de sus diez hijos, Olga. La pequeña Olga no tuvo una infancia muy feliz, ya que a sus cortos 5 años su madre falleció y los años que siguieron tuvieron que arreglárselas las hermanas en una casa sin mamá, con un padre que trabajaba y hermanos mayores que estaban formando sus propias familias.

Ya como una señorita de 15 años, era admirada por su belleza. Uno de los compañeros de colegio de sus hermanos comentó años más tarde que “no podía sacármela de la imaginación” por “su carita de muñeca, su mirada triste y sus labios de niña inocente”. 

Ese joven la conocía desde pequeña, pero nunca le había llamado la atención hasta ese momento, una tarde de 1951, cuando iba con un amigo a pedirle prestado el acordeón a su hermano. 

—“Hola, linda —le dijo a modo de saludo— ¿está el Alfredo?”.

Luego de tener la información que necesitaban, el joven se atrevió a preguntar un poco más.

—¿Vas al teatro? —le preguntó, refiriéndose al cine.

—A veces —respondió ella.

—¿Y esta noche vas a ir?

—No sé.

Luego de aquella corta y poco concreta conversación, se despidieron sin dejar de mirarse.

El joven (que, dicho sea de paso, se llamaba Camilo), fue a su casa a cambiarse ropa y se dirigió al cine de la refinería del puerto, con la esperanza de encontrarse nuevamente con Olga.

“Presiento que esta noche va a cambiar el mundo”, se decía a sí mismo el joven Camilo, deseando de todo corazón volver a ver a Olga porque, según sus propias palabras, “después de lo poco que conversé con ella, de ahí no he podido sacármela de la cabeza”.

Luego de la función, Camilo logró ubicar a Olga. Había llegado tarde y andaba con una amiga. Se saludaron y fueron camino a casa de Olga mientras comentaban la película. De paso había una plaza y él las invitó a sentarse para seguir conversando.

“No recuerdo cuánto rato estuvimos ni de qué conversamos”, comentó Camilo, “lo que sí recuerdo es que estábamos tomados de la mano y nos mirábamos fijamente a los ojos, que para mi eran los ojos más lindos que había visto en mi corta vida. Estaba fascinado, nunca creí que pudiera enamorarme pero algo estaba sucediendo en mi”.

—Tengo que irme —dijo Olga de pronto.

—Bueno —le respondió Camilo— ha sido rico conversar contigo ¿qué te parece si nos juntamos mañana?

—Bueno —asintió ella.

“Nos despedimos con un suave besito y ese fue el principio de nuestro amor”, relató Camilo, “De verdad me enamoré de ella. Conocí y sentí el verdadero amor con ella”.

Ya en 1954, Olga y Camilo comenzaron a planificar una vida juntos en serio. Encontraron una casa de madera para arrendar cerca de la playa. Aunque había solo piso de tierra, sí tenía techo, y se veía muy espaciosa ya que no tenían más muebles que una cocina a parafina, una mesa improvisada y unos cajones que servirían para sentarse. 

El día 24 de octubre de ese año, luego de 3 años de relación, Olga recibió la pregunta que tanto esperaba de su pololo: si es que quería casarse. Al día siguiente, con la presencia del padre de la novia y un hermano y un amigo del novio, se realizó una sencilla ceremonia. No hubo fiesta, más allá de las felicitaciones en la oficina del registro civil. 

Al poco tiempo, ahora junto a su marido, Olga tuvo que enfrentar la alegría del nacimiento y el dolor de la muerte de un hijo con solo dos días de diferencia con la llegada y partida de su primogénito, Eduardo.

En medio de los altos y bajos del matrimonio, entre cambios de casa, despidos y nuevos trabajos, comenzaron a llegar más hijos. En noviembre de 1955, Olga dió a luz a Nelson Edgardo; un año después llegó Jorge Iván; su primera hija, Miriam Brigitt, nació en septiembre de 1960 y el año siguiente llegó el último varón, Erwin Aldo. Cuatro años después, en julio de 1964, otra niña nació, Silvia Jacqueline; y, en agosto de 1970, el conchito, Ingrid Luz.

Son en total cuatro varones y tres niñas los que Olga tuvo en su vientre, seis de los cuales le sobreviven. Fue la dueña de casa de una gran familia, la cual sacó adelante batallando con sus propios desafíos emocionales, sus dolores no sanados de la infancia y sin tener el ejemplo de una madre como referente. Sacó adelante su matrimonio e hijos con las mejores herramientas que tuvo disponibles.

Nueve años después del nacimiento de su última hija. Los pollos comenzaron a volar del nido para formar los suyos propios. En marzo de 1980 avanzó a un nuevo rol familiar, el título por el que es más recordada hoy y lo será por siempre. Con el nacimiento en esa fecha de Lisette Ivonne, Olga ahora se convertía en la abuelita Olga.

Más o menos por ese entonces, un par de jóvenes de camisa blanca y corbata golpearon la puerta de su casa. Estaba contenta porque finalmente había llamado a su puerta ya que por años los había visto pasar por fuera de la casa, incluso tocar las puertas de los vecinos, pero nunca la suya y eso aumentaba el misterio de saber de qué hablaban. Para su sorpresa, no eran vendedores, sino que misioneros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, un chileno y un estadounidense, quienes le enseñaron que Dios es un padre amoroso y que desea que todos volvamos a Su presencia como familias unidas por la eternidad. Con el tiempo, ella y otros miembros de su familia aceptaron la invitación al bautismo y a prepararse para entrar al templo. Fue así como el 9 de octubre de 1999, casi 45 años de aquella humilde ceremonia civil en Penco, viajaron al Templo de Santiago para ser sellados como matrimonio, bajo la ley de Dios, por el tiempo de esta vida y más allá de la muerte, por toda la eternidad.

En junio de 1981, su padre, Julio Alberto, falleció a los 87 años.

Con el paso de los años, la mesa de los domingos se hacía cada vez más pequeña. La llegada de los nietos hizo necesario que encontrara maneras creativas para que todos pudieran comer durante los cumpleaños, días de la madre, navidades, etc.: los hijos (y nietos más grandes) en la mesa de la cocina, los niños en la mesa del comedor y, los más chicos picoteaban en la mesa de centro del living o, simplemente, alguien tendría que esperar que uno terminara de comer para después usar su asiento.. 

Maravillosas eran esas tardes en que los nietos llenaban la casa y se escuchaba sonar el timbre indicando que llegaban más nietos. Su casa, inundada de niños. Algunos viendo tele en su cama, otros jugando ajedrez o pretendiendo saber jugar, otros en el patio buscando chanchitos de tierra en el desagüe o jugando con algo que pudiera servir como pelota y quebrando las plantas del jardín de la abuelita. Los nietos eran felices, tanto de ver a sus primos como de ir a la casa de la abuelita Olga.

El 25 de octubre de 2004 fue un gran día. En la casa de su hija menor se juntó toda la familia para celebrar lo que la abuelita Olga y el Tata Camilo habían construido en sus 50 años de matrimonio. Esa noche no faltó nadie y fue memorable. Las fotos, el video, las cuecas, las poesías, la demostración de talentos de los nietos, los saludos, las tallas, los niños comiendo escondidos debajo de la mesa, son cosas que quedaron en la memoria y corazones de todos.

En marzo de 2006, Olga asumió otro papel en la familia con el devenir de sus generaciones. Con el nacimiento de Ignacio, hijo de Yídelger Alexander, hijo de Nelson Edgardo, Olga inaugura su título bisabuela. La cuenta de sus bisnieto llega hoy a la quincena.

Su cumpleaños de mayo de 2011 no fue como los demás, ya que la salud de su esposo no daba buen augurio. Los miedos se hicieron realidad nueve días después, cuando el apuesto joven que le había ido a golpear la puerta para pedir prestado un acordeón y que le había dado la mano y ese suave besito en la Plaza de Penco, falleció luego de haberla acompañado por 56 años y medio de matrimonio.

La separación de con su esposo marcó un antes y un después en su estado de salud, el cual se fue deteriorando poco a poco, manifestándose es la demencia senil y el mal de Alzheimer.

En el último año, su salud comenzó a empeorar rápidamente. Luego de pasar por el cuidado de otros de sus hijos e hijas, su último hogar fue la casa de su hija Silvia. Ahí recibió todos los cuidados, atención y amor posible mientras esta mujer adulta volvía a ser una niña en el ocaso de su vida.

En realidad, su vida fue su familia y su mundo estaba poblado por su descendencia. Su felicidad eran sus nietos y sus últimas sonrisas fueron para sus bisnietos. 

En la fecha más extraña del calendario, un 29 de febrero de 2024, esa niña de carita de muñeca, de lindos ojos y mirada triste, dio su último respiro habiéndose en la matriarca de los Torrealba Ojeda. Cruzó el velo en una triste despedida, a la vez de un feliz reencuentro con todos quienes le antecedieron, incluido a Camilo, su esposo, que tanto extrañó, hasta la muerte. 

El Señor Jesucristo, en el Sermón del Monte, enseñó que “por sus frutos los conoceréis” (Mateo 5:16). ¿Cómo fue esta mujer, Olga del Carmen Ojeda Muñoz, en vida? Gran parte de sus frutos están en este salón. Son sus hijos, nietos y bisnietos. Ellos mismos son quienes hoy le honran, le despiden y le recordarán por siempre con amor.

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